Ignacio Mallol Tamayo
Un siglo en arquitectura puede significar la rama de un árbol. Esta es una disciplina antigua, con historia y en constante evolución, afortunadamente va más allá de una simple metáfora. Tiene una enorme plasticidad, capacidad de adaptación, creatividad y vanguardismo en el mejor sentido de la palabra. Cada época produce sus íconos, referentes, tendencias y de alguna manera, prima la estética y lo funcional, el sentido común de la belleza y del espacio, verdaderos objetivos de esta ciencia artística.
Para un arquitecto del siglo XXI, inmerso en las nuevas tecnologías y en la pasión de este oficio, el pasado nos sigue enviando algo más que señales y más aún, cuando el uso de las tecnologías son las herramientas del presente cotidiano y se recurre a ellas con mayor frecuencia, naturalidad, que las convierte en imprescindibles.
Estamos ante una indiscutible era tecnológica, pero la arquitectura va más allá de sus propios desafíos, requiere también de la serenidad de las ideas, del pulso, la mano del arquitecto, la creatividad del arte, el plus de aquello que los manuales no nos pueden enseñar, un sexto sentido para interpretar, articular y hacer fluir el mensaje de lo que queremos y vamos a hacer, en la amplia cadena de los procesos que convocan a un proyecto.
Cualquiera sea el cliente, público o privado, es necesario crear una química a través del diálogo, intercambio de puntos de vista, aproximación a las ideas, intenciones, porque el diseño es intuición, un acto sutil que puede comenzar con gran fuerza, energía o solo un atisbo de lo que queremos, porque estamos pensando en lo nuevo y que no conocemos, apenas vislumbramos.
Este proceso creativo seguirá siendo esencial, es nuestra principal motivación como arquitectos, convertir en realidad una idea, un boceto, materializar definitivamente un sueño. Hacer obra, es para lo que estamos hechos, convertir en realidad una propuesta.
La arquitectura siempre ha participado del desarrollo de una sociedad, estado involucrada en su crecimiento, confort, creando las condiciones de un mejor hábitat, preocupada y atenta por producir las condiciones para un diálogo, la convivencia, la vida y la felicidad de sus habitantes.
Esta es una carrera de largo aliento y relevo, permanece en el tiempo desde su más simple artesanía a la más compleja tecnología. Nuestros antepasados nos han dejado grandes lecciones de su arte, conocimiento y capacidades. Verdaderamente aún nos asombran, las obras y ruinas, inclusive los vestigios, son señales inequívocas del desarrollo, espíritu de una época.
Este año, tenemos la feliz coincidencia de conmemorar el centenario, un siglo, 100 años de la Bauhaus, la escuela de arte e industria alemana que cambió la manera de ver y hacer, construir en el mundo. El joven arquitecto Walter Gropius, fundó una nueva institución el 1 de abril de 1919, Staatliche Bauhaus, heredera de la escuela de Artes y Oficios, con el propósito de aprender haciendo, armonizar el arte con la industria a través de la construcción. Bau se asocia a los constructores medievales, Bauhütte, a quienes debemos las catedrales.
Una escuela pone énfasis en la enseñanza y eso hizo Gropius, formar a los estudiantes en el conocimiento de materiales y técnicas relacionadas con los oficios, cuyo quehacer fuera más allá, y promoviera realmente la creatividad de artistas, dirigidos por la excelencia de sus profesores y maestros.
Klee, Kandinsky, Mies van de Rohe, Moholy-Nagy, son algunos de los nombres que hicieron de la Bauhaus una escuela revolucionaria e innovadora de artistas y arquitectos, cuyos conocimientos, propuestas, originalidad, influencia en una palabra, nos llega hasta hoy día. Podemos afirmar sin lugar a equívoco que fue la más famosa escuela de arte del siglo XX. En casi una década y media, La Bauhaus se instaló en la conciencia de su época y se proyectó hasta el presente.
Fueron visionarios, vieron el arte como un agente de cambio, transformador del propio oficio, constructores de una nueva era, donde florecía una corriente de ideas que acogía un espíritu innovador y la lucidez de una época que buscaba dejar atrás un mundo que había sembrado la semilla de su autodestrucción. La Bauhaus nació en tiempos de crisis y de verdadera tribulación, lo que no le impidió transformarse en un nuevo paradigma, en medio de un mundo que no salía del asombro de su poder de destrucción. Las crisis son una oportunidad extraordinaria cuando damos paso a la creatividad y libertad de los espíritus.
Para la Bauhaus, el oficio era un acto de belleza y el diseño un objeto real, de consumo masivo. La actitud, un modo de vida para hacer el cambio y se trataba de una verdadera declaración de principio respaldada por una visión, donde el arte trasciende lo meramente cotidiano y es un plus para todo objeto que se va a construir. Echaron las bases de la modernidad, pusieron mano a la obra a toda una generación de artistas, arquitectos, ingenieros, con la magia y compromiso más allá del oficio. La Bauhaus despertó el talento de un quehacer tan complejo como el arte de innovar.
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